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sábado, 13 de octubre de 2012

Don Tomás Alvira, nos contó...

¿Qué se siente, cuando uno ha conocido a una personas estupendas, y pasados los años, los ve en una estampa para la devoción privada, en proceso de beatificación?
No sé explicarlo.... No sé. Me entran ganas de escribir todo lo que recuerdo de ellos. En este caso de don Tomás Alvira. Don Tomás, yo lo llamaba así.
Lo conocí en mayo de 1965, en las Oficinas Centrales de Fomento de Centros de Enseñanza, -entonces con sede provisional en Fernando IIIº el Santo-. Es la persona más amable que he conocido. Sonriente y agradable..., así lo ví siempre. Un hombre bueno.
Él me recibió en Fomento y de él me despedí, cuando en 1976 me llamó para que fuera a su casa. Me ofreció trabajar en la Escuela Universitaria del Profesorado de Mirasierra, -también de Fomento de Centros de Enseñanza-, pero yo ya me había comprometido con Guadalaviar, y era inminente mi partida para Valencia. De todas formas recuerdo que me recomendó un libro: "Gramsci". Y lo leí.
Especialmene interesante los cuadernos desde la cárcel "Hegemonía", lo llama; para saber cómo es la sociedad en la que estamos trabajando. Cómo pudo desde la cárcel, y muerto con apenas 46 años, conocer tan bien lo que llamaba la estructura, y una vez conocida, saber cómo actuar...
De su boca oí el "heróico" relato del Paso de los Pirineos en 1937. Lo he buscado escrito por él, pero no lo hizo.
Sin embargo copio de su biógrafo:

"Pensaba que las utopías de izquierda desconocían la naturaleza del hombre, su sentido, y sus valores más inalienables; a la derecha la calificaba de mediocre, sin nervio y originalidad para resolver los problemas de la sociedad, porque en el fondo era medrosa y codiciaba sus privilegios...
Sin excepcionales entusiasmos por la monarquía, la aceptó y respetó cuando llegó el momento”.
Así era don Tomás.
Y copio cómo fue su vocación al Opus Dei, el primer supernumerario del mundo:

Una tarde, el 1 de septiembre de 1937, conoce en la pensión a un hombre de unos 35 años, vestido con un mono gris de trabajo, extraordinariamente delgado, cosa frecuente, por otra parte, en aquellos momentos de escasez de alimentos.
Es sacerdote, y se ve obligado, en aquel clima de feroz persecución religiosa, a vestir de paisano; se llama Josemaría Escrivá. Es el fundador del Opus Dei. Comienzan a charlar. Alvira oye por primera vez, sorprendido, de la posibilidad de ser santo en la vida cotidiana, en el trabajo profesional, tanto en el celibato como en el matrimonio. Ese mensaje evangélico le impresiona hasta tal punto, que cuando el sacerdote se despide de Albareda, decide acompañarle. Está convencido de que este encuentro marcará su vida.
-¿Dónde vas?-, le pregunta Escrivá.
-Donde usted vaya-, le responde Alvira.
Y le abre su alma con plena confianza, mientras caminan cerca de la verja del Retiro. Llegan a la calle Ayala, pasando por Alcalá y Serrano. En este paseo breve, pero decisivo, Alvira comienza a comprender que ésa es la misión de su vida, la voluntad de Dios para él: entregarse plenamente a Dios en el matrimonio. Ése es su modo específico para hacer la Iglesia, para ser santo. Esa es su vocación; su don y su tarea en este mundo.
-¿Qué ha descubierto? ¿Un nuevo método para acercarse a Dios?
No. ¿Un nuevo enfoque sobre la moral cristiana? Tampoco. El Fundador del Opus Dei no le ha propuesto una especie de “catolicismo original”. Le ha recordado una propuesta genuinamente cristiana, -la llamada universal a la santidad-, con un carisma concreto, el del Opus Dei.
Una llamada universal, que está tan claramente expuesta en las páginas del Evangelio —“sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”— como desgraciadamente olvidada en este primer tercio del siglo XX.

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