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miércoles, 17 de octubre de 2012

Pedro Casciaro rememora: el Fundador llevaba sobre el pecho las Hostias consagradas


Su padre le quiere, pero precisamente por eso no le quita la libertad en sus decisiones. Y la decisión, en este caso, era enormemente difícil: por una parte, la supervivencia y el desarrollo de la Obra exigían que el Fundador abandonara la zona republicana, pues permanecer allí y exponerse cada día y cada hora al riesgo de encarcelamiento o de la muerte suponía tentar a Dios, querer forzarle...
Por otra, en la capital quedaban su madre, su hermana y su hermano de dieciocho años, así como Isidoro, Álvaro y todos los que no podrían huir.
Irse ¿no significaba dejarlos en la estacada? ¿No se podría pensar que era miedo o falta de audacia?

Con fuerza inaudita se planteaba el problema de la «rectitud de intención», que obligaba al Padre a examinar lo más profundo de su corazón: ¿Qué respondería mejor a la caridad: quedarse o huir?
Fue una lucha en la oración, una lucha que fue creciendo hasta convertirse en un tormento, pero, al final, la decisión estaba tomada: huir.
Sin duda fue aquélla una de las situaciones más difíciles de su vida, pues en las semanas y meses que siguieron, casi hasta el último día de la aventura, cuando pensaba en los que se habían quedado, renacían las dolorosas dudas, y en más de una ocasión faltó poco para que se volviera atrás.
El mes de septiembre transcurrió haciendo planes y estudiando posibilidades. Por fin se decidió que se intentaría la fuga a través de los Pirineos, un camino que habían recorrido ya muchas expediciones con mejor o peor suerte.
En primer lugar había que ir a Barcelona, para tratar de establecer contacto con alguno de los guías que, de cuando en cuando, conducían grupos de fugitivos a Andorra. Eran hombres jóvenes, duros y atrevidos que conocían las rutas escondidas en las montañas como la palma de su mano, contrabandistas que llevaban «mercancía humana». La peligrosa profesión había surgido en aquellas circunstancias anormales, y peligro era también seguirles por aquellas rutas intrincadas.
En bastantes ocasiones, los guardias fronterizos descubrían a grupos de fugitivos que eran fusilados de inmediato. De Madrid no partían trenes, porque la ciudad estaba casi sitiada.
La única salida era la carretera de Valencia. Conseguir un coche y la gasolina necesaria no era fácil, pero por fin se arregló todo y llegó la hora difícil de la despedida: de la madre y de los hermanos, de Isidoro Zorzano y Alvaro del Portillo, de todos los que tenían que quedarse en Madrid.

El 7 de octubre partieron hacia Valencia. Acompañaban a don Josemaría, Juan Jiménez Vargas, José María Albareda, Manolo Sainz de los Terreros -en cuya casa de la calle Sagasta había pasado el mes de agosto de 1936-, y Tomás Alvira, un profesor de Instituto, amigo de José María Albareda, al que había conocido hacía pocos días. En Valencia se encontraron con Pedro Casciaro y Francisco Botella, dos estudiantes de arquitectura que pertenecían a la Obra. Los dos estaban dispuestos a acompañar al Padre, aunque en aquel momento no se veía la forma de hacerlo. Estaban movilizados y destinados a servicios auxiliares en el ejército republicano. Pedro trabajaba en la oficina de la Dirección General de los Servicios de la Remonta. Pedro Casciaro rememora una conversación que tuvo con su compañero de estudios, que refleja bien las disposiciones interiores de aquellos dos jóvenes:

«Desde esa tarde habíamos pasado a ser de los "mayores" de la Obra, de los que el Padre necesitaba para sacar adelante lo que era voluntad de Dios. Recuerdo que hasta hicimos un comentario con buen humor:
"Convéncete -dijo uno-, que hoy hemos dejado de ser un par de jovenzuelos inconscientes y que no hay más remedio que comenzar a ser hombres responsables».
Estaba previsto que Pedro Casciaro y Francisco Botella se quedaran en Valencia hasta que recibieran nuevas noticias e indicaciones desde Barcelona.
Mons. Escrivá y sus acompañantes recorrieron los trescientos cincuenta kilómetros que separan Valencia de Barcelona en tren..., en compañía del Señor, pues el Fundador llevaba sobre el pecho las Hostias consagradas, en una pitillera de plata que metía en una bolsita rectangular con los colores de la bandera hondureña.

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