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sábado, 20 de octubre de 2012

La huída: de España a España


En Barcelona estuvieron seis semanas, que se convirtieron en una dura prueba para los nervios de todos. Había que conseguir tomar contacto con posibles guías para pasar el Pirineo. Eso, además de no ser fácil, costaba dinero. Del dinero dependía todo; sin dinero no habría admisión en un grupo de fugitivos... Los guías exigían que se pagara en billetes del Banco de España expedidos antes del 18 de julio de 1936.
Con esta actitud daban a conocer qué victoria preveían: la junta de Defensa Nacional, formada en Burgos, había declarado por radio que una vez terminada la guerra no reconocería el dinero acuñado posteriormente en Madrid por el gobierno republicano.

La estancia en Barcelona también costaba dinero, por mucho que trataran de ahorrar pasando hambre.
Buscaron diversos alojamientos. Don Josemaría, Juan Jiménez Vargas, Tomás Alvira y Manolo Sainz de los Terreros se alojaron al principio en un hotel, pero a los pocos días el Padre y Juan se trasladaron a la pensión de una señora, viuda de un Coronel. Tomás y Manolo encontraron otra pensión. Superando graves riesgos, Juan Jiménez Vargas, que se estaba convirtiendo en motor y organizador de la empresa, logró traer a Barcelona a Pedro Casciaro, Paco Botella y Miguel Fisac, un estudiante que desde el principio de la guerra había permanecido escondido en el desván de una casa en La Mancha.

Los tres jóvenes, desertores del ejército republicano, no sólo se encontraban continuamente en peligro de muerte, sino que, además, constituían un grave riesgo para todo el grupo, por ser los primeros que podrían llamar la atención. Habían encontrado alojamiento en una casa en la que reinaba una absoluta distinción... y un hambre absoluta; incluso el pobre perro pasaba tanta hambre que, en su desesperación, llegó a devorar un cinturón de cuero de Pedro, los calcetines que Paco había colgado a secar e incluso un pedazo de jabón, por lo que durante días estuvo soltando espuma...

José María Albareda vivía en casa de su madre. Estaban allí también dos sobrinos de cinco y siete años de edad, que pasaban horas haciendo cola para conseguir una ración de tabaco para un soldado, que se lo premiaba con un pedazo de pan. La suerte (aunque las había más crueles) de los dos chiquillos hambrientos, cuyos padres habían tenido que huir a Francia, le partía el alma a don Josemaría. «Juega con ellos -solía decir a Pedro-, entretenlos un rato.»

En cierta ocasión, Pedro les preguntó si querían que les dibujara algo. Le pidieron, unánimes, «que les pintara un plato con un par de huevos fritos», lo que Pedro hizo, sin pensarlo más, y añadiendo por su cuenta unas salchichas. Cuando el Padre vio la escena, dijo a Pedro, sin que los niños lo oyeran:
«¿Pero no te das cuenta, hijo mío, que es una crueldad mental dibujarle eso a estos niños hambrientos?».
 

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